Volver a mirar desde sus ojos
Tener una relación con alguien de un país tan lejano como China tiene sus inconvenientes. En nuestro caso, estar juntos implica que uno de los dos viva separado de sus familiares por miles de kilómetros, y aunque a ambos nos cuidan muy bien en ambos extremos del continente, a veces uno no puede evitar la nostalgia.
Luego están los problemas causados por la diferencia entre las expectativas de mis padres y los de ella, que no son moco de pavo, porque en Europa contamos con un Estado del Bienestar que, pese a su creciente precariedad, alivia muchas de las tensiones que constantemente agobian a las familias chinas, como la cobertura sanitaria y el disfrute de una jubilación digna.
Y qué decir de las diferencias en los hábitos, no solo los relativos a las necesidades biológicas, sino también aquellos que atañen a la forma en que nos relacionamos con los demás, porque puede que disfrutar de una buena comida y mostrar gratitud al cocinero vayan de la mano, pero si ya cuesta quedar bien en casa del vecino, imaginad lo que puede ocurrir en una cultura tan diferente.
Ahora bien, a mi modo de ver, todos esos problemas empequeñecen y se desvanecen ante la enorme ventaja que supone volver a tu hogar con una persona “ajena” al entorno en que has crecido y ser testigo del modo en que interpreta e interactúa con él.
Es posible que mi parecer se deba a la particular deformación profesional que sufrimos los sociólogos y antropólogos, pero es que simplemente me encanta ver el modo en que mi mujer lidia con cosas tan simples como un plato de alubias, una conversación sobre fútbol o un paseo por calles que conozco desde que era un mocoso.
Luego está lo interesantísimo que me resulta observar cómo esa persona tan cercana a mi y tan lejana a lo mío comienza a desenvolverse en dos idiomas (español y euskera) que he dado por hecho durante décadas, y le da por saludar a personas del pueblo aunque no las conozca, algo que raramente ocurre en China y que aquí hacemos sin apenas pensar en todo lo que ello implica.
El fin de semana pasado, sin ir más lejos, fueron las fiestas del barrio, y la noche en que se celebra la cena popular disfruté un montón viéndola zampar paella y tragar sidra para, acto seguido, echarse a bailar rancheras junto con algunas de nuestras vecinas más animadas. Y es que, en los pueblos de China no es nada habitual que las familias compartan mesa para festejar y desmadrarse del modo en que acostumbramos por estos lares.
Por supuesto, entre todo lo que veo, oigo y siento a través de ella, también hay cosas que me causan descontento y preocupación, como ciertos comentarios y actitudes que a veces producimos (yo el primero) al presuponer que los extraños no pueden comprendernos.
También me preocupa que mi fascinación y mi deseo de estar junto a mi mujer en sus procesos de adaptación perjudiquen a su derecho de crear su propia red de relaciones y disfrutar de esa “habitación propia” de independencia económica y personal a la que se refería Virginia Woolf.
Sin embargo, para que tanto mi mujer como otras personas en su situación puedan gozar de ese derecho, es necesario que otros muchos dejen de verlas como extraños. Y en ese sentido, me siento muy orgulloso de encontrarme con tanta gente que se interesa por mirar a través de sus ojos y redescubrir aquello que nos hace grandes y que atrae a tantas personas con peor suerte.